Código X la llamó Telefé, el primer canal de la Argentina en emitirla, a poco tiempo de su estreno en 1993. Si eras un privilegiado que tenía televisión por cable, podías verla por Fox con el nombre que la conoció el resto de América Latina: Los Expedientes Secretos X. Para aquellos que empezaron a verla en sus repeticiones interminables por Space o TCM, fue siempre The X-Files.
En mi casa mi papá la llamaba «La de Mulder y Scully y los marcianos«. Yo me enojaba y le decía que no solo era de marcianos, que hablaba de la verdad («¿entendés papá? ¡La verdad!«) y las conspiraciones y las mentiras y me enojaba porque sentía que estaba bastardeando mi serie favorita.
Ver series en los años ochenta y noventa no era como ahora. Nada de internet, DVD o blu-ray, alta definición o download, menos que menos eso de andar preocupándose por los spoilers. Si eras fan de una serie, tus oportunidades de obtener información eran más bien pocas. El diario (de papel, ese con el que se envuelven los huevos) era una fuente primaria. Ya si eras un poco más obse, ibas a la comiquería amiga, a ver si conseguías alguna revista importada. Si lo tuyo rayaba la enfermedad, no te quedaba otra que ser parte del club de fans y juntarte con otros loquitos en eventos como el Fantabaires. Esas otras personas que entendían tu amor por la serie, que tenían las credenciales del FBI con foto propia y firma. Así podías acceder a las publicaciones internas que analizaban los episodios y se financiaban con las mínimas cuotas societarias. Por supuesto que si no vivías en Buenos Aires, te manejabas por correo. Postal, de papel, no electrónico.
Siempre tuve una obsesión con los detectives. De chica leía a Holmes y jugaba a que era Jennifer, una espía secreta que se comunicaba con otros espías, compañeros de primaria, por medio de mensajes codificados. Amar a Mulder y Scully era una consecuencia. Vestirme como ella en las fiestas de disfraces, un privilegio.
La serie de Chris Carter desató un furor inusual de fanatismo y conspiranoia. Analizándola hoy, es posible deducir que en 1993 hacía muy poco que había terminado la Guerra Fría y era lógico pensar y teorizar sobre qué iba a pasar con toda esa infraestructura de espionaje e inteligencia. Carter explotó todos esos miedos y sospechas y les puso nombre y apellido: Fox Mulder.
Mulder fue para muchas el primer amor platónico. Inteligente, taciturno, sufrido y solitario, Mulder quería creer. No solo en los extaterrestres o conspiraciones, él quería creer que su hermana estaba viva y que su existencia, dedicada a buscarla, no era en vano. Quería creer, pero los engaños y las mentiras lo desalentaban.
Dana Scully era la que tenía que bajar de un hondazo a Mulder, pero ay, qué mal les salió la movida, malditos dueños del Sistema. La científica tenía que poner en vereda al desaliñado y crédulo agente que trabajaba ahí abajo, solo, en un sótano. Debía desacreditarlo y sin embargo, sucedió todo lo contrario. Así como dos mas dos es cuatro, uno mas uno fueron dos contra el mundo a pesar de todo, incluso de ellos mismos.
Podría ponerme a enumerar nombres de episodios y monstruos memorables, explicar los distintos tipos de narración utilizados, pero ya hay mil reviews que dicen «por qué hay que ver The X-Files». No voy a hacer eso, porque para qué hacer lo que ya se hizo tantas veces y podés leer en Wikipedia.
Lo que voy a decir es que Código X fue la primer serie que amé con fervor. A la vez que veía los episodios, los grababa en VHS, en calidad baja para poder amontonar más y más en un solo video y poder reverlos cuando volviera del colegio. Porque, tal vez, había pasado algo que no había visto y ¡no! ¡Tenía que saber los detalles! Tenía que saber cuál era el departamento de Mulder, descrifrar si El Fumador era realmente malo o alguna pista podía indicar cuáles eran sus intenciones y, más que nada, entender para quién jugaba el Director Skinner.
Estoy en condiciones de afirmar que si hoy estoy acá, escribiendo todas estas cosas, es porque Código X me abrió un mundo fascinante de historias y maneras de contar. Me dio la posibilidad de jugar a ser otra, de creer en imposibles y de volver a ser chiquita por un rato. Y, sobre todo, me dio la oportunidad de pensar que no siempre las cosas son lo que parecen ni la gente es lo que dice ser, pero si estás dispuesto a observar y ser paciente, vas a ser recompensado. Tal vez no con la revelación del origen de la vida en el mundo o la existencia de seres en otros planetas, sino con algo tan pequeño y tan gigante como una buena historia.
¿Por qué puedo afirmarlo?
Porque quiero creer.
Catatonia – Mulder And Scully (del álbum International Velvet).
Por Leticia Bellini
bellini.leticia@revistatoma5.com.ar
Comentarios